Desodorante.

El desodorante es prueba de nuestra inconformidad con nosotros mismos. No es que yo esté en contra de tal recurso -todo lo contrario- pero tanto en lo individual como en lo colectivo, no deja de ser curioso lo habituada que está nuestra especie a su uso, al menos en el mundo occidental.

Sabemos que como humanos bastan unas horas después de un baño para que nuestras axilas comiencen a despedir un olor particular; un tufillo rancio y penetrante que a toda costa intentamos apartar de nuestra identidad, como si tal olor fuera ajeno a nuestro cuerpo. Como si no fuéramos nosotros quienes lo despidiéramos al ambiente.

Somos simios. Simios vestidos; más erguidos, más lampiños, más inteligentes. Simios menos olorosos, pero simios, a fin de cuentas.

Me alegro de la existencia del desodorante y de la forma en la cual hace nuestras vidas más llevaderas, al menos en tanto al rol que toca desempeñar a este cosmético. Sin embargo, creo que de vez en vez, nos vendría bien recordar que al usarlo estamos negando parte de nuestra esencia e identidad: somos animales, los más inteligentes y socialmente complejos de todos, pero una especie más como cualquier otra. Somos animales bien vestidos. Unos más que otros.

Qué bueno sería dejar el desodorante mental que nos entumece la conciencia y aleja la percepción sobre nuestro rol en la superficie de este planeta.